viernes, 7 de octubre de 2011

El dictador.

Desde que nací me enseñaron a seguir a El Gran Líder, me enseñaron a amarlo, a creer en Él con fe ciega, si amanece es porque Él así lo quiere, seguimos vivos gracias a su inmensa bondad. La misma bondad que hizo que fusilasen a mi padre cuando yo contaba con 10 años. No pude llorar, era una falta de respeto a nuestro líder llorar a un traidor. Según el soldado que arrestó a mi padre, la culpa era suya por llevar la contraria a un dios. Porque eso es lo que es nuestro Gran Líder, un gran dios que cuida de su rebaño, nosotros. En la escuela tenemos un gran retrato de nuestro amado líder, en la calle puedes ver carteles e insignias y en la plaza de la ciudad, un inmenso retrato enmarcado en oro preside la puerta del gobierno. Aquí no hay elecciones, de hecho esa palabra no existe en los diccionarios de mi escuela. Mi abuelo, que consiguió huir del país, me enseñó esta palabra en una carta que me envió desde un lugar que no menciona. Él ha ideado un método para que los policías no consigan saber qué pone en la carta (ellos analizan cada carta antes de que llegue a su destino), es tan simple como escribirla en otro idioma, este país es tan cerrado que aquí no se aprende otro idioma más que el nativo.
Pero un día una noticia sacudió mi país. El Líder había muerto. Hubo gente que no se lo creía, tenían el cerebro tan lavado que no les entraba en la cabeza que El Gran Líder, el guía, Dios, había muerto. La mayoría de la gente lloraba de verdad, pero yo no sentía la más mínima pena por ese personaje. A mí y a otra gente nos obligaron a llorar, literalmente nos apuntaron a la espalda. Es el espectáculo más patético que he hecho en la vida, llorarle a alguien a quien odio.
Aprovechando la confusión, yo y mi madre huimos del país para siempre, en medio de una noche sin estrellas, en medio de una noche libre.

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